27/11/2015
El programa Tu otra sombra de esta semana os trae el siguiente contenido:
* Cuaderno de Investigación: Casos extraños contados y vividos por vosotros.
* Noticias de la Red y cosas curiosas del misterio.
* Relato de Terror: "Influencia maléfica", escrito por José Manuel Durán. Os narro esta tenebrosa historia.
* Cazalla de la Sierra (Sevilla). El actual Ayuntamiento de este pueblo sevillano fue antiguamente un edificio para otros menesteres. El investigador y gran amigo Ángel Rivero López nos cuenta las leyendas y las pesquisas realizadas en en ese lugar.
* Cuando miro a las estrellas... Mi reflexión sobre: "La mentira"
Podéis descargarlo en Ivoox o escucharlo aquí, en la Sección Tu otra sombra
La mentira es la afirmación o negación de una cosa
contraria a la realidad o diferente a ella. Su esencia misma es el engaño y su
gravedad depende del grado de egoísmo o maldad que la engendre.
La falsedad y el engaño resultan muy perjudiciales en
la relación entre los seres humanos. Fomenta desconfianza, dudas, sospechas...
Se miente para
obtener ventajas, exaltarse a uno mismo, y para aparentar ser mejor de lo que
se es.
Sólo el que dice la verdad se vuelve digno de
confianza, y por ello, es necesario ser verdadero y honesto, y no guiarnos por
prejuicios o intereses personales. Peor aún y más grave si es por fantasías.
Se dice que existen dos tipos básicos de mentiras:
1. Ocultación, escondiendo o callando un hecho u
opinión.
Según la psicología de la mentira, el mentiroso engaña
suprimiendo la verdad a través de silencios, descripciones vagas o muy
generales, evasión de preguntas, emoción fingida, ira o indignación. También es
ocultación revelar la verdad a medias sin exponer elementos clave de la
información que, siendo verdadera, esquiva el asunto, desvía la
atención o provoca una interpretación errónea de los hechos.
Admitir la verdad de forma exagerada o
errónea también es una forma de ocultación o mentira
2. creación de una historia.
En la psicología de la mentira esta
falsificación consiste en la presentación de información falsa o en
la invención de una historia falsa para confundir o engañar. El mentiroso
proporciona datos, detalles o explicaciones como si fueran ciertos.
Si la mentira no consigue su objetivo de engañar a los demás debe volver a
la falsificación, inventando más cosas, o admitir parte o toda la verdad. El
descubrimiento es inadmisible para los engañados e inaceptable para el
mentiroso ya que no tiene escapatoria.
Me imagino que en mayor o menor medida, todos hemos
utilizado alguna vez la mentira para escapar de una situación o para conseguir
algo. Pero como todo, hay un límite para cada cosa, y desgraciadamente hay
gente que abusa de la confianza y se creen mejores que nadie. El límite debe
existir, pero sin duda debe ser un misterio difícil de demostrar y probar.
No hace muchos días, o tal vez sí, puesto que es una
historia continua en el tiempo, alguien se las ingenió para coger mi teléfono
móvil e instalarle una aplicación que le diera mi posición a través del GPS o
de las señales de los repetidores de telefonía. Así mismo enviaba a una nube
informática todos los mensajes y llamadas que pudiera realizar. Casualidades de
la vida -por decirle un nombre-, una persona experta en este tipo de artilugios
tomó mi móvil para saber por qué iba tan lento, y por qué me fallaba tanto,
porque había veces que no me entraban las llamadas o los whatsapps, y otras
veces, cuando los enviaba yo, podían llegar al día siguiente, si es que
llegaban. Pero siguiendo por donde iba, este hombre se percató de que la memoria
de mi teléfono estaba ocupada en un 45% por una aplicación oculta. Y cuál fue
la sorpresa al descubrir que todas mis llamadas, mensajes y posiciones, eran
monitorizadas por alguien desde hacía dos años en que se instaló esta
aplicación.
Pero lo
gracioso viene después, porque lejos de borrar la aplicación, opté por dejarla
más tiempo con la contrariedad para alguien de que a partir de ese día casi
nunca llevaba el teléfono encima. Se lo dejaba a gente de confianza para que se
lo llevaran a la playa, al campo, a dar una vuelta, e incluso a otra ciudad… y
si alguien intentaba saber dónde estaba, pues se equivocaba de todas, todas. Y
como en los viejos tiempos, seguí utilizando la cabina pública de teléfonos.
Y mira por
dónde, en todos esos días que caminé con toda libertad, apenas me encontraba
con nadie conocido a pesar de que la ciudad donde resido no es muy grande. Y
poco después decidí llevar de nuevo el teléfono encima, aunque lo usaba muy
poco. Y comencé a tener encuentros fortuitos con ciertas personas. Casi siempre
eran las mismas, pero en días, lugares y horas muy dispares. Eso me hizo
sospechar que tal vez existiera alguna relación, y como poco después descubrí,
así era.
Así que mi táctica fue muy sencilla: me dejé llevar
por los acontecimientos y permití que esos encuentros que parecían fortuitos se
hicieran algo cotidiano. Pedí ayuda para que vigilaran los lugares en los que
tenía pensado ir, y efectivamente, si no era antes de mi llegada era después,
pero aparecía alguien conocido o pasaba con el coche disimuladamente para ver
si me encontraba allí. Nunca dieron la cara estos individuos, pero tampoco
dejaron de seguirme.
Así que decidí ser yo quien fuera al encuentro de
ellos, y como si de antemano lo supieran, desaparecieron todos de mi entorno. Eso
me dio que pensar bastante, porque la única manera de saberlo era por boca de
algunas de las personas muy cercanas a mí, y la verdad es que son muy pocas. Y
hablando de la mentira, también descubrí que a estos que se hacen llamar amigos
también les han movido otros intereses, y han tenido la poca vergüenza de
mentirme mientras me hablaban en tono amenazador, fruto de verse
desenmascarados. Y aunque esté mal decirlo, y aún peor hacerlo, he tenido que
mentir o al menos no contar toda la verdad para esclarecer algunas cosas. Y lo
único que he descubierto es que la mentira nació hace años, sigue viviendo aún
en algunas personas, y perdurará hasta que descubran que más que una virtud, es
un gran defecto.
Una reflexión de Fernando García
--------------------------------------------------------------------------------------------------------
Influencia meléfica
Lo primero que encontramos fueron los
zapatos, colocados en uno de los bancos situados a un lado del camino. Era una
pareja de zapatitos negros, de niña, y estaban unidos el uno al otro por los
cordones. No le dimos mayor importancia porque probablemente no la tenía y
seguimos caminando…
…hasta que algunos metros más adelante,
colgando de unos arbustos, descubrimos dos calcetines blancos manchados de
rojo.
Nos detuvimos frente a este segundo
hallazgo. Nos estremecimos ante la variopinta visión y a nuestras mentes acudió
la imagen de los zapatitos negros que habíamos dejado atrás y que ahora parecía
cobrar algo más de sentido. Me acerqué hasta los calcetines para observarlos
más de cerca. La primera impresión que recibí se confirmó a corta distancia.
Los calcetines estaban teñidos de sangre.

Antonio sacó una fotografía de los
pequeños calcetines, que habían sido agujereados a la altura de los tobillos
para que quedaran sujetos en las ramas del arbusto, como una bandera que ondea
al viento o, quizá, como un trofeo o advertencia.
—A la vuelta me gustaría inmortalizar
los zapatos, creo que puede ser una buena foto. —dijo tras pulsar el
disparador. No sería posible. Ninguno de nosotros iba a regresar.
Nos detuvimos en un merendero donde
había unos columpios. Solamente estábamos nosotros y aprovechamos el buen
tiempo que hacía, con un sol majestuoso y algo pegajoso que nos observaba
alegre desde las alturas. Nos sacamos varias fotografías bajando de los
toboganes, cruzando los obstáculos con la ayuda de cuerdas colgantes y nos
divertimos de lo lindo hasta que a Carmen palideció. Yo me di cuenta por la
expresión que mostró su cara. Se había quedado petrificada. Abrió la boca en
una enorme O y los ojos se le agrandaron como los focos de una linterna
encendida. Levantó la mano y señaló en la distancia.
—¿Qué es eso? —preguntó. Su voz
temblaba.
—Parece un trapo, ¿no? —dije y me
levanté para acercarme.
—No, no vayas—susurró Carmen pero no
hice caso. Antonio me acompañó mientras mi novia se quedaba atrás.
A medida que nos acercábamos nuestros
pasos se volvieron más lentos. Si no hubiera estado acompañado me habría dado
la vuelta pero Antonio caminaba junto a mí. Nos miramos de reojo. Ambos
teníamos un nudo en la garganta. Estábamos tensos.
Descubrimos que no se trataba de un
trapo sino de un pequeño vestido de color rosa bañado en dibujos infantiles.
Nos quedamos sin voz. Nuestro silencio parecía haberse convertido en una gruesa
soga que apretaba nuestras gargantas y nos dejaba sin aliento. Aquel vestido
estaba parcialmente desgarrado y, al igual que los calcetines, tenían manchas
rojizas que enseguida identificamos como sangre seca.
—¡Dios mío! —sonó la voz de Carmen justo
detrás nuestro. Nos giramos sorprendidos y allí estaba mi chica, pálida, como
la tez de un viejo vampiro. Se agarró a mí y sus ojos miraron alrededor. Sabía
perfectamente lo que estaban buscando y yo hice lo mismo. Antonio miraba
también en todas direcciones. Aunque no nos dijimos nada, los tres temíamos encontrar
entre la maleza las piernas desnudas de una pequeña niña. Todos los indicios
sugerían que algo terrible había sucedido. No podía ser casualidad la aparición
de tan singulares hallazgos. Se nos pasó por la cabeza la posibilidad de que
algún depravado estuviese suelto por las cercanías, un depravado que había
cometido un acto terrible. Buscamos sin separarnos demasiado. Antonio se metió
en una zanja y la examinó a conciencia. Nada.
Carmen sacó una linterna de su mochila e
iluminó el fondo de un hueco cavado en la tierra y que parecía muy profundo.
Nada.
Yo giraba sobre mis propios talones,
llevando la mirada cada vez más lejos, con la intención de detectar algún
movimiento. Nada.
Ninguno de nosotros quería encontrar el
cadáver de una niña pero pensábamos que si abandonábamos el lugar, tal vez, si
estaba agonizando, se perdiera la oportunidad de salvarle la vida.
No encontramos nada. El sol ya comenzaba
a bajar escogiendo el punto idóneo por el que desaparecer en el horizonte, tras
las montañas. Quizá todo tenía una explicación convincente pero ninguno de
nosotros lo creía. Estábamos tan confundidos como intrigados, tan exhaustos por
los hallazgos que no nos dimos cuenta de lo extraño y misterioso que resultaba.
Los zapatos negros perfectamente colocados sobre un banco. Los calcetines
convenientemente colgados en los arbustos del camino. El vestido manchado que
ondeaba, empujado por un viento casi inapreciable. Se trataba de una puesta en
escena. Algo pensado concienzudamente. Ninguno de los tres cayó en la cuenta de
que la mejor opción hubiera sido marchar y olvidarnos de todo pero decidimos
permanecer allí durante un tiempo más. Fue nuestro gran error. Desde ese
momento todo, absolutamente todo, cambió.
Aturdidos por los acontecimientos, sin
poder quitar la vista del vestido rosa que se mecía colgado del arbusto, sin
apartar de nuestros ojos las manchas de sangre que lo cubrían, en algún momento
escuchamos un ruido procedente de un punto lejano. Parecía… ¡¡No!!, no podía
estar seguro de ello pero…
—Es el llanto de una niña.
Miré a Carmen. ¡Eso es lo que yo
pensaba! No había sido fruto de mi imaginación. Había llegado hasta mis oídos
con absoluta claridad y tras las palabras de Carmen y el rostro asustado de
Antonio comprendí que ellos también lo habían escuchado con absoluta nitidez.
Corrí como jamás había corrido en
dirección al sonido. Cuanto más cerca me encontraba más seguro estaba de que
una niña lloraba a pleno pulmón, como si su alma estuviera ardiendo en el
mismísimo infierno. Escuché las voces de mis amigos que trataban de detenerme,
oí a Carmen suplicar que regresara pero cuando desvié la cabeza hacia atrás vi
que ellos también me seguían. Y entonces, de repente, la niña dejó de llorar.
Me detuve en seco. Pocos segundos
después mis compañeros estaban a mi lado. A todos nos costaba respirar.
Nuestros pechos subían y bajaban a un ritmo vertiginoso. Antonio colocó sus
manos sobre las rodillas y trató de coger aire respirando profundamente
mientras Carmen se sujetaba el abdomen.
Permanecimos en silencio, esperando
escuchar de nuevo a la niña pero nada, simplemente la profunda respiración de
un atardecer que en pocos minutos exhalaría su último aliento. El sol pronto se
ocultaría tras las montañas y las sombras se harían dueñas del lugar. ¡Maldita
sea! ¿Dónde estaba la niña?
Escuchamos ruidos a nuestras espaldas.
Nos giramos sobresaltados pero nuestros ojos no llegaron a alcanzar nada
anormal. Sin embargo, notamos que alguien se encontraba en las cercanías.
—Vámonos—pidió Carmen mientras se
agarraba a mi brazo.
—¿Dónde estás, pequeña? —gritó Antonio y
yo lo imité llamando a la niña. Comencé a escuchar murmullos dentro de mi
cabeza, un coro de voces lejanas que parecían susurrarme desde la lejanía pero
no dije nada por si era fruto de mi imaginación. De hecho tuvo que ser así
porque inmediatamente las voces enmudecieron. Mire por los alrededores. Presté
atención a cualquier ruido que se produjera en las proximidades.
Nada. Un silencio sepulcral violado
únicamente por nuestras respiraciones hasta que escuchamos de nuevo un sonido a
nuestro alrededor.
—¡Allí! —grité como un poseso y señalé
con el dedo una figura diminuta que corría entre la alta hierba.
—Vámonos—repitió Carmen y tiró de mi
brazo. Me zafé de ella con un movimiento brusco.
—¿La habéis visto? ¡Estaba allí!
—exclamé y mi propia voz me sonó como la de un lunático.
Entonces escuchamos la risa de la niña,
una risa que nos sobrecogió a todos.
—Tíos, tengo miedo —confesó Carmen.
—Regresemos al pueblo, esto no me gusta nada…
Como si el tiempo se hubiera acelerado,
el sol acabó por ocultarse tras las montañas y el lugar se tiñó de una tenue
oscuridad que sería pronto inescrutable.
—¡Oye, pequeña! ¿Estás bien? ¡No tengas
miedo!
No podíamos dejar allí a la niña. Miré a
mis amigos. Nos marcharíamos, pero no sin ella. Escuchábamos su risa a un lado
y otro del camino, siempre entre los matorrales, como si se moviera a una
endiablada velocidad y en ningún momento vimos su pequeña silueta hasta que
Carmen lanzó un alarido que nos hizo palidecer.
—¡Ahí…!—dijo y señaló con la mano.
Allí estaba la niña, a pocos metros de
nosotros. Se encontraba completamente desnuda y agarraba un osito de peluche
con su mano derecha. El pelo negro y mojado le cubría gran parte del rostro
pero sus ojos se perfilaban grandes y oscuros entre los cabellos.
—¿Estás bien, pequeña? —me atreví a
decir. Sentí la mirada de la niña penetrando hasta el fondo de mi alma.
Permaneció allí, inmóvil, tal cual fantasma, mientras las sombras se arrugaban
a nuestro alrededor para convertirse en una noche cruda y oscura.
Di un paso hacia delante. Carmen
pronunció mi nombre en voz muy baja con la intención de sujetarme. Me detuve.
Estaba asustado pero solamente era una niña y parecía necesitar nuestra ayuda.
Cuando iba a preguntarle su nombre, la pequeña giró sobre sus talones y comenzó
a caminar lentamente entre los arbustos, alejándose de nosotros.
Pese a las peticiones de mis amigos,
decidí seguirla. Ellos hicieron lo mismo. Se habían dado cuenta de que la niña
quería que fuéramos tras ella.
Aceleré el paso. La pequeña caminaba
deprisa y no quería perderla. Su blanca silueta era engullida por las sombras,
como si perversos monstruos la abrazaran y la devoraran al mismo tiempo.
Caminaba con la mirada clavada en la
espalda de la niña. Escuchaba tras de mí las pisadas de mis amigos que
aplastaban los hierbajos. Oía sus respiraciones aceleradas, los latidos de sus
corazones que unidos al mío componían una sinfonía macabra e inquietante. Llegó
hasta nosotros un hedor nauseabundo que nos obligó a taparnos la boca y la
nariz. Sentí arcadas pero me contuve. Antonio no tuvo esa suerte y manchó sus
propios zapatos con el vómito.
La niña se detuvo, de repente. Casi
tropecé con ella y mis compañeros conmigo. Me incliné sobre la pequeña y la
agarré suavemente de los brazos. Tuve que retirar las manos inmediatamente. La
piel de la niña estaba fría como el hielo.
—Mi papi y mi mami están allí.
Tras pronunciar aquellas palabras, mis
amigos y yo dejamos de prestar atención a la pequeña y miramos hacia el frente.
Podían verse mecidos al viento, en la
oscuridad que cada vez era más opresiva. Los cuerpos de dos personas adultas
yacían colgados de un árbol. Estaban desnudos, como la niña, aunque sus cuerpos
parecían muy negros, acartonados más bien. Cuando me acerqué no pude evitar que
mi estómago me obligara a derramar por el suelo todo su contenido. El
nauseabundo olor emanaba de aquellos cuerpos.
Se trataba de dos cadáveres. Un hombre y
una mujer colgados con una soga del cuello. Tenían las manos entrelazadas pero
sus cuerpos estaban ajados y arrugados como una pasa, podridos, como si
llevaran muertos semanas. La visión atroz de aquella espeluznante imagen me
obligó a girarme. Vi a mis amigos horrorizados, con los ojos agrandados, a
punto de salírseles de sus órbitas. Carmen lloraba, era un manojo de nervios.
Antonio retrocedía asustado, alejándose de aquél lugar, caminando lentamente
hacia atrás, hasta que las sombras se lo tragaron. No los volví a ver más, a
ninguno de los dos.
Agaché la cabeza y observé a la niña.
Miraba hacia los ahorcados con los ojos ocultos tras su pelo pero aún así, pude
descubrir que esbozaba una sonrisa que me pareció demoníaca. Movió la cabeza y
me miró directamente. Sus ojos eran oscuros, negros como las sombras.
Sentí un estremecimiento recorriendo mi
cuerpo y unas gotas de sudor helado comenzaron a arañar mi espalda, resbalando
lentamente y produciéndome un dolor espeluznante, como si la uña afilada de un
vampiro estuviera abriendo una herida profunda en mi cuerpo. Miré estupefacto
los cadáveres de aquellas dos personas colgadas del árbol y bajé la cabeza para
observar a la niña, que me miraba y se reía a plena carcajada.
Traté de localizar a mis amigos. No los
vi por ninguna parte. Estaba yo solo. Yo y aquella niña que alargó su brazo
para coger mi mano con la suya. Estaba fría y húmeda y traté de apartarla pero
ella me sujetó con violencia.
La niña apretó con fuerza mi mano y
después la soltó. Comenzó a llorar desconsolada. Aturdido, miré a mi alrededor
con la esperanza de ver a mis amigos pero la oscuridad más impenetrable se
había adueñado del lugar. Los árboles se presentaban ante nosotros como
siluetas fantasmales de crueles demonios y un frío cada vez más intenso fue
arropando cada trozo de mi piel. Cerré los ojos unos instantes y creí perder la
conciencia…
…Cuando los abro tengo una sensación
molesta dentro de mi cabeza y me siento raro, muy extraño.
Veo los cuerpos meciéndose frente a mí y
la niña que no deja de llorar a mi lado. Algo cruel y despiadado ha sucedido
aquí, algo que se escapa del control del raciocinio y el sentido común. Mi
cuerpo tiembla y noto cómo las rodillas están a punto de fallarme. Un fuerte
dolor se instala en el centro de mi pecho y la cabeza podría estallarme en
cualquier momento. Me siento impotente y tengo la sensación de que el autor de
estas muertes, de la desaparición de mis amigos y del acoso a esta niña,
deambula por los alrededores, oculto en la oscuridad. La pequeña me observa, a
través de unos ojos malignos y crueles, perversos y sanguinarios.
Tengo la convicción de que en cualquier
momento algo se abalanzará sobre mí. Me fijo en la niña. Ha dejado de llorar y
ladea la cabeza en mi dirección. Sus ojos cubiertos de lágrimas relucen en la
oscuridad y su blanquecino rostro es espantosamente diabólico. Su boca muestra
una fea mueca que me hace sentir un miedo tan atroz que me orino encima. Ella
mira cómo los pantalones se van humedeciendo y se burla de mí.
—Son papi y mami. Están muertos, ¿sabes?
—dice la niña con voz pausada. —Yo los maté
Unas luces se encienden repentinamente
por el camino por el que hemos venido y le sigue un rugido de motor. Se trata de
un coche. Pongo mi cuerpo en tensión sin entender lo que la niña ha querido
decir y solamente me relajo cuando suena la sirena de la policía y encima de
ese coche se encienden las luces azules de una patrulla que se detiene a pocos
metros de donde estamos.
Aliviado por encontrar agentes del
orden, me alejo de la niña varios metros y corro hacia los policías.
Bajan del coche con sus armas en la
mano. Es un hombre y una mujer. Me apuntan con las pistolas.
—¡Deténgase! —dice uno de ellos.
—¿Qué? —me paro en seco y levanto las
manos. —No, oigan, allí…
—¡Quédese quieto!
Giro mi cuerpo para señalar el punto
exacto donde yacen muertos los padres de la niña pero la voz más enérgica del
policía me hace detenerme, extrañado.
—¡Si se vuelve a mover le pego un tiro!
¿Lo ha entendido?
La mujer policía camina bordeando el
coche sin dejar de apuntarme y extrae de su cinturón una linterna. Con ella
ilumina el lugar mientras su compañero aferra con las dos manos la pistola y no
deja de apuntarme en ningún momento. El haz de luz me ilumina el rostro y
cierro los ojos molesto hasta que siento que la linterna trata de iluminar otro
lado. Abro los ojos en el momento en que los policías descubren los cuerpos
colgados del árbol y detectan la presencia de la niña.
—Ha sido él—dice la pequeña entre
sollozos y me señala con el rostro atrapado por el terror.
Los dos agentes se miran unos momentos y
piden refuerzos por radio.
—¡Aléjese de la niña! —dice uno de
ellos.
—¿Qué? ¡No!, son sus padres, ella dice
que…
—¡Aléjese de la niña! —repite con
autoridad el agente—¡Y deje el arma en el suelo!
—¿Arma? ¿Qué arma…?—me sobrecojo,
perplejo, cuando descubro que estoy agarrando con la mano un afilado cuchillo
completamente ensangrentado. —¿Qué es esto…?
—¡Tire el arma! —dice el policía.
—Ven aquí pequeña, todo ha pasado—indica
la mujer policía. Veo que la niña comienza a dar unos pasos hacia delante para
acercarse a los agentes. Antes de llegar a ellos se detiene y se gira. Me lanza
una mirada feroz y una sonrisa cruel ocupa la mueca que hasta entonces tenían
sus labios.
—¡Oigan! ¡Esperen un momento! Esto no…
—¡Tire el arma!
Dejo caer el cuchillo y al mismo tiempo
descubro que mi ropa está completamente cubierta de sangre. No doy crédito a la
situación ni a lo que está pasando.
La agente abraza a la niña y le dice que
ya todo ha terminado, que está a salvo, que ya nadie le hará daño alguno.
—Se ha vuelto loco—oigo que dice la
niña. —Estuvo persiguiéndome y me gritaba cosas horribles. Sus amigos trataron
de sujetarlo y los mató, él los mató. A los dos…
Vuelvo mi cabeza hacia el árbol donde
hasta ese momento se encontraban colgados los cuerpos podridos de dos adultos y
descubro horrorizado que ahora yacen allí mis dos amigos. Están abiertos en
canal, con los rostros hinchados. Sus ojos abiertos me miran enfurecidos desde
la oscuridad. Sus cuerpos se mecen al ritmo que marca el viento mientras sus
bocas están llenas de tierra y piedras.
Clavo mis rodillas en el suelo mientras
el foco de la linterna me ilumina.
—¡Levántese!
Tiene que repetir la orden dos o tres
veces más. Apenas oigo lo que me dicen. Mi atención está puesta en los cuerpos
de mis amigos. No puedo evitar sentir arcadas y un fuerte y continuo dolor en
la cabeza. Miro de soslayo el largo cuchillo que yace a dos metros de mí y
vuelvo la mirada de nuevo hacia los cadáveres colgados del árbol.
Me pongo de pie. Veo que la niña se
monta en el coche patrulla, en el asiento de atrás y desde allí me observa. Los
dos policías me apuntan con sus armas.
—¡Os matará! ¡El os matará como ha
matado a sus amigos, como quiso matarme a mí! —vocifera la niña desde el
interior del coche y los agentes giran sus cabezas instintivamente hacia ella.
Aprovecho aquél momento para deslizarme y agarrar el cuchillo que está a punto
de resbalar de mis manos a consecuencia de la sangre que cubre la empuñadura.
Me siento rápido y fuerte, tanto que me coloco justo al lado del policía y le
clavo el cuchillo en la garganta. Su cuerpo se resbala lentamente mientras la
expresión de su rostro me cubre de gloria y satisfacción. Me siento extraño y
poderoso. Giro mi cuerpo para encararme con la mujer policía pero ella ya ha
apretado el gatillo de su arma y la bala perfora mi hombro derecho. El impulso
de la bala hace que salga despedido hacia atrás y que ruede por el suelo
mientras el cuchillo se pierde entre la maleza. La policía, nerviosa y
excitada, camina hacia mí con el arma por delante.
Logro ponerme de rodillas y veo que la
mujer mira aterrada cómo su compañero se desangra. Nada podrá hacer por él y lo
sabe. Se llena de rabia, me apunta con el arma y siente unos deseos terribles
de disparar. La niña observa todo desde el asiento trasero del coche patrulla.
Tiene las manos apoyadas en el cristal y mira con vileza a la mujer policía.
Veo en sus ojos un brillo demoníaco y una voz gutural emerge desde lo más
profundo de su garganta.
—¡Mátalo! La agente frunce el ceño
confundida mientras la pistola tiembla entre sus manos. —El ya no me sirve. Se
acabó su tiempo. Ahora tú y yo seremos uno. ¡Mátalo! Trato de ponerme en pie
mientras la cabeza de la niña gira en mi dirección.
—¡MATALO YA! La agente aprieta el
gatillo. En el momento de la detonación el rostro de la niña adquiere una
expresión burlona y sus ojos, acompañados de una dantesca sonrisa, se clavan en
mí. La bala perfora mi cerebro y la fría oscuridad me rodea con su terrible
manto. Mi cuerpo rueda por el suelo hasta detenerse junto a unos arbustos. No
siento nada más salvo la paz eterna al descubrir que las voces de mi cabeza
guardarán silencio para siempre.
Escrito por José Manuel Durán