30/10/2015
El programa Tu otra sombra de esta semana os trae el siguiente contenido:
* "La historia de Sor Eugenia" es el título que el escritor Julián Ávila ha inspirado para narrar las leyendas que circulan sobre la aparición de una monja en un antiguo hospital, hoy convertido en la conocida Universidad de la Merced de Huelva. Os narro esta historia.
* El día de los difuntos y Halloween. Os cuento cuál es el origen de esta festividad pagana celebrada hace ya 3000 años por los celtas y cómo ha ido evolucionando hasta nuestros días.
* Noticias de la Red y cosas curiosas del misterio.
* CodeX más allá del misterio: Nuestros amigos de buscadores de respuestas se adentran en el abandonado Casino de la Rabasalla en busca de aventuras misteriosas.
* Cuando miro a las estrellas... Mi reflexión sobre: La verdad, casi siempre llega.
Podéis descargarlo en Ivoox, o escuchar todos los programas en la Sección Tu otra sombra
Mi vida privada no está en las redes sociales, ni en los medios de comunicación. Ni siquiera
cuando me veis por la calle podéis estar seguros de a dónde voy o de dónde
vengo. Y os lo cuento por dos motivos. El motivo de los que se preocupan, y el
motivo de los que me quieren, pero para hacer daño.
Entre tantas dudas que podemos tener, tengo una cosa clara. El tiempo es
como una prisión que nos atrapa y no nos deja ser completamente libres, y el
tiempo es también lo que pone a cada cosa en su sitio.
El
que busca encuentra. Unas veces lo que quería encontrar, y otras veces lo que
ni siquiera se esperaba. Y mira por dónde, el tiempo, o con el tiempo, llego
hasta parte de una duda que me tenía dándole vueltas a la cabeza todo este
verano.
Por designios y señales difíciles de entender –que bien podríais llamar
suerte para entenderlo mejor-, he conseguido entrelazar las piezas de un puzle
que tenía incompleto. Sabía de algunos y algunas que conocían demasiadas cosas
que no debían, porque nos les hace ningún bien, y en cambio a mí me perjudicaba
mucho que se supiera. He tenido pinchado mi teléfono este verano, y me han
colocado una aplicación para seguirme a través de la señal GPS. Pero he seguido
las instrucciones de los profesionales, y me he callado. Alguien ha seguido a
mi teléfono, pero no a mí, y por eso he podido tener la libertad de moverme sin
ser localizado. Pero lo más importante ha llegado hace unos días… mis sospechas
–aunque estaba seguro- se hacían realidad cuando he tenido acceso a otra
información que paralelamente alguien estaba recopilando. No voy a decir quién,
pero sí que de nuevo son las personas más cercanas a mí quienes han promovido
muchas de las malas situaciones que he pasado, y encima han sido las que con
chantajes emocionales y psicológicos se han atrevido a llamarme de todo menos
bonito.
Pero las mentiras tienen las patas muy cortas, y ha llegado el día en
que he visto, y he escuchado conversaciones que me han llegado a lo más hondo.
Porque nadie me ha entendido, pero me han criticado. Porque me han dicho a la
cara que me aprecian, pero me han odiado.
La verdad casi siempre llega. La he buscado y la he encontrado. Lo
difícil es ser como soy, seguir callando lo que está mal, y poner al mal tiempo
buena cara.
Consultaba una obra de investigación
psicoanalítica, sobre las estructuras arquetípicas en el hombre de la comarca
del Andévalo. Alcé espontáneamente la vista y desde la cristalera que cubre la
pared exterior de lo que fue la biblioteca, observé, ya el primer día de mi
estancia, a un anciano que me inquietó. No sabría decir por qué, mas su aspecto
se me ofreció como algo indescriptiblemente atractivo.
Una reflexión de Fernando García
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La historia de Sor Eugenia
(Julián Ávila
Fernández)
Hacia la segunda mitad de la década de
los ochenta, comencé a visitar con asiduidad el Instituto de Estudios de la ciudad, obligado por una necesidad que me llevaría hasta su cierre, a principio
de los años noventa.
Quedaba, el edificio, separado de la
Catedral y de otro inmueble en restauración, que había sido el Hospital de la
Beneficencia y más tarde se convertiría en una de las casas de la Universidad
onubense, por una calleja oscura, estrecha y húmeda, que naciendo abajo, en el
Paseo de la Independencia, se perdía, por su parte superior, entre los médanos
del cabezo del Conquero.

Había aparecido por la esquina de la
Parroquia, ascendía por la calle de Sor Paula Alzola parsimonioso, hasta llegar
a la altura del azulejo que representa a Nuestra Señora de la Merced; y ante la que no tiene culpa, parodia, quizá, de la que amaba, se paró
durante algunos instantes, lo observó sin expresión, balbuceó probablemente
algo y siguió ascendiendo, hasta el lugar en el que se encontraba la puerta de
entrada a los sótanos del Hospital, y que hoy en día abre a la calle los
archivos de la Facultad. Allí acercó su oreja hasta apoyarla en la madera,
varias veces esmaltada, y se inquietó visiblemente, tembló su cuerpo, a pesar
del calor sofocante del mes de Agosto. El vicario de la Catedral, ese hombre
vestido de negro, apareció por la puerta trasera de la iglesia, se acercó hasta
el anciano y con naturalidad y delicadeza y creo que también con amistad, lo
tomó por los brazos y le instó a que siguiera el camino, que cogió torpemente
hasta perderse por la esquina de la actual universidad.
El día transcurrió entre libros de
historia de los pueblos y etnología de la provincia, sin que nada, ni nadie
perturbara la apacible quietud de la estancia, ni la ausencia de vida en la
calima del exterior.
En los días posteriores seguí viendo a
diario al anciano, que invariablemente subía hasta perderse por la parte
superior de la calle, no sin antes contemplar a aquella de la misericordia, redentora de cautivos, que luce en el
fresco vidriado y a la que, más tarde sabría, le exigía diariamente la
expiación de su esclava. Parecíame que aquel hombre del clergyman oscuro,
esperaba siempre el momento en el que el viejo perdía su control, para ayudarle
a seguir su camino. Y tras santiguarse, abrir el postigo trasero del oratorio y
perderse en la oscuridad, con una sonrisa que a veces pensé que sólo era una
mueca.
La tarde del día dos de Noviembre de
1987, consultaba el libro de las inscripciones sagradas,
que acababa de recibir, como un regalo, de mi amigo, el librero de Saltés. Días antes le comunicaba, en una
conversación, el interés que me habían producido unas inscripciones o
graffittis, encontrados sobre la pared que recorre la calle de médico Seras, frente a la biblioteca provincial, y cuyos sonidos,
a veces, eran imposible reproducir, o en otras ocasiones, no podían ser
traducidos; pero siempre producían una sensación de desasosiego que encogía el
ánima al escucharlos. Por este motivo, y porque el librero había tenido experiencias
similares en el Norte de África fue por lo que me envió aquel libro de los secretos.
En uno de los momentos de mi estudio,
escuché sollozos que venían del exterior. Me asomé a la ventana y allí vi de
nuevo al anciano, que, con flores en la mano, se apoyaba sobre la puerta del
sótano del Hospital y hablaba, como quien entabla una conversación con alguien.
Ya que no aparecía el sacerdote, como de costumbre, me sentí en la obligación
de ser yo el que ayudara a aquel abuelo. Corriendo bajé las escaleras y fui a
su encuentro.
Tomé al hombre por los hombros,
tratando de ayudarle a que pasara el trance que expresaba; mientras,
ignorándome, gritaba entre suspiros las hermosas palabras que transcribo.
- ¡Oh, amada, ardo en deseos desde el
principio.
Mi cuerpo no me habita, te persigue
aun sabiendo que es la vida, la causa
del amor y de la búsqueda.
Espero la muerte a cada instante,
el lugar sin espacio, donde encuentre
tu alma en mi alma para siempre.
Mas a diario recorreré el camino
donde oigo tu voz, siento tu espíritu,
tras de la puerta que encierra la
esperanza.
Fui invadido entonces, por el halo de
ternura que apresa a los que aman y pude tiritar absorto en la locura del
trágico momento.
Contestaron lamentos que salieron del
fondo de las bóvedas y por primera vez, identifiqué los ruidos y los
graffittis, como si los hubiera escrito aquella voz profunda.
Arranqué al viejo a tirones de la
puerta y lo alejé despacio. Poco a poco suavizó la resistencia que me ofrecía,
hasta que comenzó a andar a mi lado al tiempo que me hablaba:
- La amé desde el principio.
Yo no sabía de qué hablaba, y como
advirtió que no entendía nada, me miró (había tomado mi brazo con su mano
temblorosa para apoyarse) y dijo:
- La amé desde el principio.
- ¿A Quién?, dije.
Él comenzó la historia que quiero que
sepáis, lo hizo de igual forma que ahora lo resumo. Mas no podré expresar con
exactitud, la sensación de placidez que sentí mientras estuve con él y que aún,
cuando lo recuerdo, me llena de serenidad y también de melancolía.
- "Hacia 1920, entré a trabajar
como practicante del Hospital de la capital. Pasé los días de guardia y las
noches de vela, atravesando corredores silenciosos y oscuros, con nombres de
santos y de vírgenes, sólo invadidos por el paso lento de algún enfermo, o el
fragor de las monjas, que como luciérnagas iluminaban el sueño de los que
descansaban o el dolor de los que sufrían.
Descubrí, una noche larga como el
tormento que asedia a aquel que sufre con los otros, el lugar que atenuó las
horas oscuras de las noches; fue la biblioteca que se situaba en la planta
baja. Donde pasé dilatadas horas de espera, leyendo libros de medicina, de
cultura general, de historia de la ciudad y también escribí algunos poemas que
todavía permanecen inéditos.
Y allí, por vez primera la vi, y
comencé a amarla desesperadamente.
Su cuerpo frágil se imaginaba suave,
flaco, blanco como la nieve que a veces vi sobre los montes de Aracena, blanco
como el hábito que la cubría desde que le dio por ingresar en la Congregación
de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul. Echaba de menos a su
madre, a sus hermanas, y en especial a su padre, a quien ofrecía el brillo de
sus lágrimas sobre las tibias mejillas nacaradas, cuando su boca lo nombraba o
su frente lo recordaba.
Su mirada, siempre inclinada hacia el
suelo, parecía que estaba hecha para leer y rezar y la acompañaba, a veces, de
una sonrisa sencilla que no dejaba ver ni sus dientes, ni arrugas en su cara.
Impecable el vestido se batía al son
de sus piernas acompañando un ruido almidonado que se unía también, al roce
ligero de las sandalias. (Vi los dedos de sus pies, descalzos, y desee
tocarlos). Y bajo la cofia se intuían largos mechones de suave pelo negro,
acaso heredado de sus antepasados andalusíes, tras de sus ojos iluminados.
Sus manos eran ágiles y flexibles y
tocaban los libros y repasaban sus hojas como quien acaricia los labios de su
amado.
Nos amamos cada noche con la tórrida
pasión de los años juveniles, entre la soledad de los libros y el silencio
armonioso de los sueños, hasta que un día fuimos sorprendidos por la Madre
Superiora que vigilaba incesante la senda de su hija.
La transgresión del voto le llevó a
ella a una celda en los sótanos de la Institución donde se oyeron sus suplicas
durante años, hasta, que dicen, murió entre llagas y lamentos. A mí, a este
martirio que me hace vagar por las calles en busca de asilo para mi alma. Yo
aún la oigo y la veo cuando atraviesa los largos corredores. Su espíritu me
espera allí donde los hombres no aciertan a escuchar. Allí donde el amor anida
para siempre."
Habíamos salvado, mientras tanto, el
porche frontal que recorre la manzana que forman la Facultad y el Templo y que
vigila, tras de sus barandas de hierro de forja, la Plaza de la Merced.
Canijo y casi encorvado se inclinaba
con esmerada educación cuando me hablaba, con expresiones suaves y delicadas.
El pelo blanco y sedoso, débil ya. Adiviné en él largas melenas cuando
transitaba los pasillos del Hospital Provincial, ralo y cortado casi a ras
ahora, traslucía la piel sonrosada y delicada de su edad. Tras los aros
concéntricos de sus gafas miopes, observé los ojos hundidos y pequeños que a su
vez me examinaban vivamente. La nariz aguileña se estrechaba al nivel del
puente de sus lentes y sus orejas pequeñas, se separaban de la cabeza como
intentando escuchar más de lo que oían.
Veía su cuerpo flexible como un junco,
aún elegante, vestido sin estridencias. Una americana azul caía casi recta
desde los hombros estrechos y se mezclaba en la cintura con el ágil movimiento
de un pantalón gris oscuro, que señalaba, de vez en cuando, más las articulaciones
que los músculos, que acaso ya poco existían.
Sobre las manos vi el estigma que deja
sobre la piel las largas horas de sufrimiento y de dolor, que al principio
aparecen como un nudo sobre el abdomen, inervado por esa malla nerviosa que
tanto importa a los yoguis, (el mismo practicaría esa gimnasia desde la
adolescencia) y que luego se expande centrífugamente, como si intentara salir
al exterior.
Nos adentramos en la Iglesia a la hora
en que se celebraba la misa de los difuntos. El órgano invadía las altas
bóvedas y arropaba a los fieles, negros como las ánimas, en un silencio
espectral. Entonces las voces se cruzaron desde el púlpito hasta la escolanía,
desde donde vigía la Comendadora gobernaba su Iglesia.
- Réquiem aetérnam dona eis, Dómine,
et lux perpétua luceat eis.
Desde el coro, una melodía femenina
vibraba sobre las voces de los fieles:
-
Dum véneris iudicáre saéculum per ignem.
El anciano miró hacia atrás y alzó la
vista al tiempo que decía:
- Dame, Señor, el descanso eterno,
allá donde ella vaga buscando mi cobijo. Ámala con el ansia con que la amo y
libera su alma con mi alma.
El anciano cayó sobre mis brazos ya
sin vida. Yo vi por vez primera a Sor Eugenia, detrás de la balaustrada que
desde la clausura del Hospital da al coro de la Iglesia.
Se que diréis que estoy loco, mas en
los días en que visito la biblioteca de la Facultad, por razones de mi trabajo,
la veo pasear entre los estantes, veo su rostro sonriente que me mira, oigo sus
pasos y de vez en cuando algún suspiro. Y oigo voces que a veces identifico con
algunos de los graffittis que alguien cubrió la última vez que pintaron el muro
trasero del edificio.
Se también que no soy el único que la
veo deambular por los pasillos.
Escrito por Julián Ávila Fernández